Cicerón/y 10

Author: Juan Nadie / Etiquetas:

[...] A la tragedia sigue una cruenta pieza satírica. De la urgencia con la que Antonio ha ordenado esa muerte, los asesinos deducen que esa cabeza ha de tener un extraordinario valor. Naturalmente no sospechan su valía en el contexto espiritual del mundo y de la posteridad, pero sí la importancia que tiene para quien ha ordenado ese acto sangriento. Para que no les disputen el premio, deciden llevarle a Antonio en persona la cabeza como prueba elocuente de que sus órdenes se han cumplido. De modo que el jefe de los criminales le corta al cadáver la cabeza y las manos, las mete en un saco y, cargando a la espalda ese fardo del que aún gotea la sangre, corre lo más deprisa posible en dirección a Roma, para alegrar al dictador con la noticia de que el mejor defensor de la república romana ha sido eliminado por el procedimiento habitual. Y el criminal menor, el jefe de los asesinos, ha calculado bien. El gran criminal, que ha ordenado el asesinato, transforma su alegría por el crimen cometido en moneda, dando una recompensa digna de un príncipe. Ahora que ha mandado saquear y asesinar a los dos mil hombres más ricos de Italia, Antonio puede por fin mostrarse generoso. Por el sanguinolento saco que contiene las manos cortadas y la ultrajada cabeza de Cicerón paga al centurión un brillante millón de sestercios. Pero con ello su venganza aún no se ha enfriado, de modo que el odio estúpido de este hombre ávido de sangre maquina aún una especial ignominia para el muerto, sin darse cuenta de que con ella él mismo se verá envilecido por todos los tiempos. Antonio ordena que la cabeza y las manos sean clavadas en la tribuna desde la que Cicerón incitara al pueblo contra él para defender la libertad de Roma. Un espectáculo deshonroso espera al día siguiente al pueblo romano. En la tribuna de los oradores, la misma desde la que Cicerón pronunciara sus inmortales discursos, cuelga descolorida la cabeza cortada del último defensor de la libertad. Un imponente clavo oxidado atraviesa la frente, los miles de pensamientos. Lívidos y con un rictus de amargura, se entumecen los labios que formularon de modo más bello que los de ningún otro las metálicas palabras de la lengua latina. Cerrados, los azulados párpados cubren los ojos que durante sesenta años velaron por la república. Impotentes, se abren las manos que escribieron las más espléndidas cartas de la época. Pero con todo, ninguna acusación formulada por el grandioso orador desde esa tribuna contra la brutalidad, contra el delirio de poder, contra la ilegalidad, habla de modo tan elocuente en contra de la eterna injusticia de la violencia como esa cabeza muda de un hombre asesinado. Receloso, el pueblo se aglomera en torno a la profanada rostra. Abatido, avergonzado, vuelve a apartarse. Nadie se atreve -¡es una dictadura!- a expresar una sola réplica, pero un espasmo les oprime el corazón. Y consternados, bajan los ojos ante esa trágica alegoría de su república crucificada.
Traducción de Berta Vias Mahou

STEFAN ZWEIG

3 comentarios:

Sirgatopardo dijo...

Ni el mismísimo Pinochet....

Juan Nadie dijo...

Ciertas cosas no cambian con los tiempos. Pinochet, discípulo aventajado de Antonio.

marian dijo...

"Están locos estos romanos"