Cicerón/ Textos - 2

Author: Juan Nadie / Etiquetas:

De officiis

LIBRO I

Capítulo XVI
Principios de la sociedad y primera obligación de ella

La sociedad y obligación de los hombres sería perfectamente guardada si aplicáremos perfectamente nuestra generosidad a aquellos con quienes más estrechamente estamos unidos. Pero se ha de tomar más de su origen la doctrina de los principios fundamentales de la vida sociable. El primero es aquel que forma con tan estrecho vínculo la sociedad universal del género humano, y consiste en la razón y el habla, que enseñando, aprendiendo, comunicando, disputando y juzgando, concilia los hombres entre sí y los une en una sociedad natural. Y por ninguna otra prerrogativa se eleva más nuestra naturaleza sobre la de los demás animales; en los que muchas veces decimos que se halla fortaleza, como en los caballos, en los leones; pero no equidad, justicia o bondad, porque están privados de la razón y del habla. Esta es la sociedad tan dilatada que abraza todo el género humano, en que deben ser comunes todas aquellas cosas que crió la naturaleza para el uso común: de suerte que en orden a la separación de ellas tengan las leyes civiles su vigor y efecto en las posesiones particulares; y en lo demás se observe puntualmente aquel adagio griego1 en que se dice: Los bienes de los amigos son comunes. Por los cuales bienes se entienden aquellos que pueden reducirse a los que comprendió Enio en este ejemplo, que puede aplicarse a todos los semejantes:

El que enseña el camino al que va errado,
Luz en su luz le enciende, y a él le alumbra
Lo propio habiéndola comunicado.

Por este solo ejemplo se percibe bien que todo cuanto podamos comunicar sin detrimento nuestro, debemos darlo aun al que no conocemos: de donde nacen aquellas obligaciones comunes de no estorbar el uso del agua corriente, permitir tomar lumbre de la nuestra a quien la quiera, dar buen consejo a quien le haya menester; cosas que ceden en provecho de quien las recibe, y al que las da no le cuestan nada. Y así conviene que sea libre y universal el uso de ellas, y contribuir siempre con algo de nuestra parte a la utilidad común. Mas puesto que las facultades de los particulares son limitadas y el número de los necesitados casi infinito, para poder ser bienhechores de los nuestros se ha de arreglar la liberalidad ordinaria a aquel fin de Enio: Y a él le alumbra lo propio habiéndola comunicado.

1 Este proverbio le atribuye Plutarco a Diógenes. En el nombre de amigos quiere que se entiendan todos los buenos, en aquel opúsculo en que afirma que, según los principios de Epicuro, no se puede vivir suavemente.


Capítulo XXV
Reglas que han de observar los que gobiernan y los que administran justicia

Los que se destinan al gobierno del Estado, tengan muy presentes siempre estas dos máximas de Platón: La primera, que han de mirar de tal manera por el bien de los ciudadanos, que refieran a este fin todas sus acciones, olvidándose de sus propias conveniencias; la segunda, que su cuidado y vigilancia se extienda a todo el cuerpo de la república; no sea que por mostrarse celosos con una parte desamparen las demás. Los negocios e intereses de un Estado se pueden comparar con la tutela, la cual se ha de administrar con atención al provecho de los que se entreguen a ella, y no de aquellos a quienes se ha encomendado. Porque los que se desvelan por una parte de los ciudadanos, y descuidan de otra, introducen un perjuicio, el más notable en el gobierno, que es la sedición y discordia; de donde nace que tomen unos el partido del pueblo, otros el de la nobleza, y muy pocos el del común. Esta ha sido la causa de gravísimas discordias en Atenas, y la que ha producido en nuestra república no sólo sediciones, sino también muy perniciosas guerras civiles: todo lo cual debe huir y abominar el varón prudente y magnánimo, digno de manejar las riendas del gobierno; y manteniéndose libre de ambición de riquezas y poderío, se entregará todo a la república, mirando por ella de manera que se extienda y alcance a todos su cuidado. Tampoco deberá exponer a nadie al odio y a la envidia de los demás con falsas recriminaciones; y constante siempre en la honestidad y justicia, muera por conservarlas sin temor de la envidia, antes que abandonar estas cosas que acabo de decir. Nada hay más digno de compasión y lástima que el ambicioso empeño por los honores; acerca de lo cual dijo muy bien el mismo Platón: "Que los que disputan entre sí sobre quién ha de gobernar la república, son semejantes a unos marineros que altercasen sobre quién había de llevar el timón de la nave."  Mas también enseña el mismo Platón que se juzgue por enemigos de la patria a los que toman las armas contra ella, pero no a los que pretenden que prevalezca su dictamen en las materias de gobierno: cual fue la oposición entre P. Africano y Q. Metelo, que nunca pasó a la voluntad.
      No se ha de dar oídos a los que sean de parecer que debemos mostrar grave enojo con nuestros enemigos, y esto lo juzguen propio de un fuerte y magnánimo varón. Pues no hay prenda que merezca más elogios, ni más digna de un hombre ilustre y generoso, que la piedad y clemencia. En aquellos pueblos libres donde son iguales los derechos de los ciudadanos, es menester afabilidad y también superioridad de ánimo; no sea que por enfadarse con los que llegan intempestivamente, o preguntan y suplican con poca discreción, se caiga en una odiosa e impertinente ridiculez, que nunca aprovecha, antes bien acarrea el odio de todos. Mas esta mansedumbre y clemencia se ha de moderar de modo que por razón del empleo se mantenga severidad, sin la cual no se puede absolutamente gobernar. Se ha de castigar y corregir sin insultar a nadie, y todas las reprensiones y castigos se han de referir a la utilidad e interés no propio sino del común. También hemos de precaver que el castigo no sea mayor que el delito cometido, y que no padezca uno por una culpa por la que a otro ni aun se ha mandado comparecer a dar su descargo. Mas sobre todo que no tenga parte alguna la cólera en nuestras providencias. Porque es imposible que el que no llega a castigar desnudo de este afecto, mantenga aquella rectitud y medio entre mucho y poco, que tanto agrada a los peripatéticos, y con muchísima razón, si a un mismo tiempo no alabaran la iracundia, diciendo que es un don útil de la naturaleza.1 Antes se debe apartar esta pasión lejos de nosotros en todos asuntos, y desear que los que gobiernan sean semejantes a las leyes que castigan no por irritadas, sino por justas y equitativas.

Traducción y notas de Juan Bautista Calvo


1 Decían los peripatéticos que la iracundia y las demás pasiones nos eran dadas por la naturaleza, y que por esto no las habíamos de arrancar de nosotros, sino moderarlas. Los estoicos creían que las tomábamos por opinión, y que así las debíamos dejar enteramente. Lo mismo que los peripatéticos sentían de la iracundia los antiguos académicos.

2 comentarios:

Sirgatopardo dijo...


Los que se destinan al gobierno del Estado, tengan muy presentes siempre estas dos máximas de Platón: La primera, que han de mirar de tal manera por el bien de los ciudadanos, que refieran a este fin todas sus acciones, olvidándose de sus propias conveniencias;
Igualito, igualito.......

Juan Nadie dijo...

¿Por qué lo diría?
Como vemos algunas cosas no cambian nada.