Cicerón/5

Author: Juan Nadie / Etiquetas:

[...] En Roma, Cicerón se encuentra una ciudad confundida, consternada y desorientada. Desde el momento en que se produce, el asesinato de Julio César se revela como más grande que sus autores. La abigarrada camarilla de los conjurados no ha sabido hacer otra cosa que asesinar, nada más que eliminar a ese hombre superior a ellos.. Pero ahora que hay que sacar provecho de esa acción, se quedan desamparados, sin saber qué hacer. Los senadores vacilan sobre si deben aprobar o condenar el asesinato. El pueblo, hace tiempo acostumbrado a ser dirigido con mano brutal, no se atreve a opinar. Antonio y los demás amigos de César temen a los conjurados y tiemblan por su vida. Los conjurados, a su vez, tienen miedo de los amigos de César y de su venganza.
      En medio de la confusión general, Cicerón se revela como el único capaz de mostrar determinación. En otras ocasiones vacilante y temeroso, como todo hombre de espíritu y nervio, él mismo se pone, sin titubear, tras ese crimen en el que no ha participado. Erguido, pisa las baldosas aún mojadas con la sangre de César y ante el senado reunido ensalza la supresión del dictador como un triunfo de la idea republicana. "¡Ah, pueblo mío, una vez más has recuperado la libertad! -exclama-. Vosotros, Bruto y Casio, vosotros habéis llevado a cabo la acción más grande, no sólo de Roma, sino del mundo entero". Pero al mismo tiempo exige que a ese acto en sí criminal se le dé un sentido más elevado. Los conjurados deben tomar enérgicamente el poder, desierto tras la muerte de César, y utilizarlo para sin demora salvar la república, para restablecer la vieja constitución romana. Antonio debe encargarse del consulado. Y a Bruto y Casio hay que transmitirles el poder ejecutivo. Por vez primera, y para imponer para siempre la dictadura de la libertad, este hombre de leyes tiene que infringir, por un breve instante en la historia universal, la rígida ley.

      Pero ahora se demuestra la debilidad de los conjurados. Sólo eran capaces de urdir una conjura, de cometer un asesinato. Tenían únicamente la fuerza necesaria para hundir sus puñales a cinco pulgadas de profundidad en el cuerpo de un hombre indefenso. Y con ello se acabó su entereza. En lugar de hacerse con el poder y emplearlo para restablecer la república, se afanan por conseguir una amnistía a buen precio y negocian con Antonio. A los amigos de César les dan ocasión para reunirse y con ello desperdician un tiempo precioso. Cicerón, con perspicacia, reconoce el peligro. Se da cuenta de que Antonio prepara un contragolpe, que habrá de liquidar no sólo a los conjurados, sino también las ideas republicanas. Previene, lanza invectivas, instiga y pronuncia discursos, para obligar a los conjurados, para obligar al pueblo a que actúe con decisión. Pero -¡histórico error!- él mismo no lo hace. Ahora tiene todos los recursos en sus manos. El senado está dispuesto a declararse conforme. El pueblo en definitiva sólo espera a alguien que con decisión y arrojo se haga cargo de las riendas que se han escapado de las fuertes manos de César. Nadie se habría opuesto. Todos habrían respirado aliviados, si ahora él se hubiera hecho cargo del gobierno y en medio del caos hubiera puesto orden.
      El momento histórico, el momento universal de Marco Tulio Cicerón, que tan ardientemente añorara desde sus discursos catilinarios, ha llegado por fin con esos idus de marzo. Y si hubiera sabido aprovecharlos, la asignatura de Historia que todos nosotros estudiamos en la escuela habría sido bien distinta. El nombre de Cicerón no se habría transmitido en los anales de Livio y Plutarco como el de un mero escritor notable, sino como el del salvador de la república, como el verdadero genio de la libertad romana. Suya sería la gloria imperecedera de haber tenido en sus manos el poder de un dictador y de haberlo devuelto voluntariamente al pueblo.

      Pero en la Historia se repite sin cesar la tragedia del hombre de espíritu que, en el momento decisivo, incómodo en su fuero interno por la responsabilidad, rara vez se convierte en un hombre de acción. Una vez más, en el hombre de espíritu, en el creador, se renueva la misma escisión: ver mejor las necedades de su época le lleva a intervenir y en un momento de entusiasmo se lanza con pasión a la lucha política, pero, al mismo tiempo, duda sobre si se ha de responder a la violencia con violencia. Su conciencia retrocede ante la idea de practicar el terror y derramar sangre. Y esa vacilación y esa deferencia en ese momento único, que no sólo autoriza la falta de consideración, sino que incluso la exige, paraliza sus fuerzas. Tras un primer arranque de entusiasmo, Cicerón observa la situación con peligrosa clarividencia. Observa a los conjurados, a los que aún ayer ensalzaba, y ve que no son más que unos pusilánimes, que huyen de las sombras de su propio crimen. Observa al pueblo y ve que hace tiempo que ya no es el viejo populus romanus, aquel pueblo heroico con el que soñara, sino una plebe degenerada que sólo piensa en el beneficio y en la diversión, en comer y en el juego, panem et circenses, que un día recibe con júbilo a Bruto y a Casio, a los asesinos, y al siguiente a Antonio, quien clama venganza contra ellos, y al tercero a Dolabela*, que manda derribar todos los retratos de César. En esa ciudad degenerada, reconoce, nadie sirve ya con honradez a la idea de la libertad. Todos quieren únicamente el poder o su bienestar. César ha sido eliminado en vano, pues todos ellos sólo aspiran y pelean por su herencia, por su dinero, por sus legiones, por su poder.. Tan sólo buscan el provecho y la ganancia para sí mismos, y no para la única causa sagrada, la causa de Roma.
      En esas dos semanas, tras su prematuro entusiasmo, Cicerón está cada vez más cansado, se vuelve cada vez más escéptico. Nadie más que él se preocupa del restablecimiento de la república. El sentimiento nacional se ha extinguido, el interés por la libertad se ha perdido por completo. Al final siente repugnancia ante ese turbio tumulto. No puede seguir entregándose al engaño con respecto a la impotencia de sus palabras. A la vista de su fracaso, debe reconocer que su papel conciliador ha terminado, que ha sido demasiado débil o demasiado cobarde para salvar a su patria de la amenaza de la guerra civil. De modo que la abandona a su destino. A principios de abril deja Roma y -una vez más defraudado, una vez más vencido- vuelve a su libros en la solitaria villa de Pozzuoli, en el golfo de Nápoles. [...]
Traducción de Berta Vias Mahou

* Publio Cornelio Dolabela estuvo casado con Tulia, la hija de Cicerón. (N. de J. N.)

STEFAN ZWEIG

Continuará...

8 comentarios:

Sirgatopardo dijo...

Ya voy por Bizancio.

Juan Nadie dijo...

No está mal, a ver si llegas a Lenin, que está al final.

finchu dijo...

Con sesenta y tantos tacos, el hombre ya no estaba para dirigir un imperio que se caía a trozos, no sé si se le puede culpar por rechazar liderar un proceso tan complicado.

Juan Nadie dijo...

Yo creo que no, y creo que hizo lo que pudo, teniendo en cuenta además su personalidad un tanto indecisa, que aquí está muy bien reflejada. Lo veremos al final de la serie. Habrá un par de añadidos con textos de Cicerón.

marian dijo...

Imposible hacer nada con sentido común ante tanta "fuerza bruta" y ante tanto desmadre, descontrol y navajeros.

marian dijo...

Me regalaron hace años "Maria Antonieta" de este autor y nunca lo leí, igual me animo y todo.

Juan Nadie dijo...

No lo he leído, pero seguro que literariamente está muy bien.

marian dijo...

Seguro que sí.