Cicerón/7

Author: Juan Nadie / Etiquetas:

[...] Pero mientras Cicerón, sereno y sosegado en su retiro, medita sobre el sentido y la forma de una constitución moral, crece la agitación en el Imperio romano. Ni el senado ni el pueblo han decidido aún si hay que ensalzar a los asesinos de César o desterrarlos. Antonio se prepara para la guerra contra Bruto y Casio, cuando de modo inesperado se presenta un nuevo pretendiente, Octavio, al que César nombró su heredero y al que ahora le gustaría hacerse cargo de esa herencia. Apenas ha desembarcado en Italia, escribe a Cicerón para ganar su apoyo. Al mismo tiempo, Antonio le pide que vaya a Roma. Y a su vez Bruto y Casio le llaman desde sus plazas fuertes. Todos ellos pretenden que el gran defensor defienda su causa. Todos ellos solicitan del célebre maestro de leyes que haga que la injusticia cometida contra ellos se convierta en justicia. Con acertado instinto, como hacen siempre los políticos que quieren el poder, en tanto no lo tienen aún, buscan el apoyo del hombre de espíritu, al que después apartarán a un lado con desdén. Y si Cicerón aún fuera el frívolo y ambicioso político de antaño, se habría dejado engañar.
      Pero Cicerón en parte está cansado, y en parte se ha vuelto prudente, dos impresiones que a menudo se parecen entre sí de un modo peligroso. Sabe que ahora sólo necesita una cosa: acabar su obra, poner orden en su vida, en sus pensamientos. Como Ulises ante el canto de las sirenas, cierra su oído interno frente a las seductoras llamadas de los poderosos, no atiende a la de Antonio, ni a la de Octavio, ni a las de Bruto y Casio, tampoco a la del senado, ni a la de sus amigos, sino que, convencido de que tiene más fuerza con la palabra que actuando y de que es más sensato mantenerse solo que en medio de una camarilla, sigue escribiendo su libro, consciente de que será su despedida de este mundo.

      Sólo cuando ha terminado ese testamento, levanta la vista. Y es un mal despertar. El país, su patria, está al borde de la guerra civil. Antonio, que ha saqueado las arcas de César y las de los templos, ha conseguido reunir mercenarios con dinero robado. Pero a él se enfrentan tres ejércitos en armas. El de Octavio, el de Lépido, y el de Bruto y Casio. Es demasiado tarde para la reconciliación y la mediación. Ahora hay que decidir si sobre Roma debe imperar un nuevo cesarismo bajo Antonio o si debe perdurar la república. Todos han de elegir en ese momento. También el más prudente y el más precavido, el que, siempre buscando el equilibrio, se mantuvo por encima de los partidos o indeciso vaciló entre unos y otros. También Marco Tulio Cicerón tiene que decidirse de una vez.
      Y ahora sucede lo extraordinario. Desde que Cicerón ha hecho llegar a su hijo su De officiis, su testamento, es como si, a partir del desprecio que siente por la vida, hubiera cobrado un nuevo valor. Sabe que su carrera política, que su carrera literaria ha concluido. Lo que tenía que decir, lo ha dicho. Lo que le queda por vivir no es mucho. Es viejo, ha terminado su obra, ¿para qué defender aún ese resto miserable? Como un animal agotado por el acoso, que, cuando sabe que tras él los mastines aúllan a muy poca distancia, se vuelve de pronto y, para apresurar el final, se arroja contra los perros que le persiguen, asimismo Cicerón, con un coraje verdaderamente mortal, se lanza una vez más al centro de la lucha y desde su peligrosa posición. El que durante meses y años sólo ha manejado el silencioso cálamo, retoma la piedra de rayo del discurso y la arroja contra los enemigos de la república.

      Conmovedor espectáculo. En diciembre, el hombre de cabellos grises se encuentra de nuevo en el foro de Roma, para una vez más invitar al pueblo romano a que se muestre digno del honor de sus antepasados, ille mos virtusque maiorum. Con sus catorce Filípicas fulmina a Antonio, el usurpador, que a negado la obediencia al senado y al pueblo, consciente del peligro que supone erigirse sin armas en contra de un dictador que ya ha reunido a sus legiones dispuestas a avanzar y matar. Pero quien quiere incitar a otros a que sean valerosos sólo resulta convincente si él mismo demuestra de modo ejemplar ese valor. Cicerón sabe que ya no se bate ociosamente con palabras como lo hiciera en otro tiempo en ese mismo foro, sino que, para convencer, esta vez ha de empeñar la vida. Decidido, desde la rostra, la tribuna de oradores, confiesa: "Cuando era joven defendí ya la república. Ahora que me he hecho viejo, no la dejaré en la estacada. Estoy dispuesto a dar mi vida, si con mi muerte se puede restablecer la libertad de esta ciudad. Mi único deseo es, al morir, dejar atrás un pueblo de Roma libre. Los dioses inmortales no podrían concederme mayor favor". No queda tiempo, demanda enfático, para negociar con Antonio. Hay que apoyar a Octavio, que, aun siendo pariente de sangre y heredero de César, representa la causa de la república*. Ya no se trata de hombres, sino de una causa, la más sagrada: res in extremum est adducta discrimen: de libertate decernitur. Y la causa ha llegado a la última y más extrema de las decisiones. Se trata de la libertad. Pero donde ese bien inviolable se ve amenazado, cualquier titubeo resulta perverso. Así, el pacifista Cicerón reclama que los ejércitos de la república se enfrenten a los de la dictadura. Y él, que, como más tarde su discípulo Erasmo, por encima de todo odia el tumultus, la guerra civil, solicita que se declare el estado de excepción para el país y se dicte el destierro contra el usurpador.
      En esos catorce discursos, desde que no actúa como abogado en procesos dudosos, sino como defensor de una causa noble, Cicerón encuentra palabras verdaderamente grandiosas y ardientes. "Que otros pueblos vivan, si es su deseo, en la esclavitud -exclama ante sus conciudadanos-. Nosotros, romanos, no queremos. Si no podemos conquistar la libertad, dejadnos morir." Si el Estado ha llegado realmente a la más extrema de las humillaciones, entonces a un pueblo que domina el mundo entero -nos principes orbium terrarum gentiusque omnium- le corresponde actuar como lo harían en la arena los gladiadores reducidos a la esclavitud. Mejor morir haciendo frente a los enemigos que dejarse matar. "Ut cum dignitate potius cadamus quam cum ignominia serviamus." Mejor morir con honor que servir con ignominia.

      Con asombro, el senado escucha atentamente. También el pueblo reunido escucha con atención esas Filípicas. Algunos quizá se den cuenta de que será la última vez a lo largo de los siglos que semejantes palabras puedan pronunciarse libremente en el mercado. Allí, pronto no habrá más remedio que inclinarse como un esclavo ante las estatuas de mármol de los emperadores. Sólo a los aduladores y a los delatores se les permitirá un cuchicheo insidioso en el imperio de los Césares, en lugar de la libertad de palabra que en otro tiempo reinara. Un estremecimiento recorre a los oyentes, mitad miedo y mitad admiración por ese hombre viejo que, solo, con el valor del desesperado, de una íntima desesperanza, defiende la independencia del hombre de espíritu y el derecho de la república. Vacilantes, le apoyan. Pero tampoco la rueda pirotécnica de las palabras puede ya enardecer la podrida estirpe del orgullo romano. Y mientras en el mercado este idealista solitario predica el sacrificio, quienes sin escrúpulos detentan el poder en las legiones cierran a sus espaldas el pacto más deshonroso de la historia de Roma.
      El mismo Octavio, al que Cicerón ha ensalzado como defensor de la república, el mismo Lépido, para el que solicitara al pueblo de Roma una estatua por sus servicios, porque los dos se habían retirado para eliminar a Antonio, el usurpador, ambos prefieren negociar en privado. Como ninguno de los cabecillas, ni Octavio, ni Antonio, ni Lépido, es lo suficientemente fuerte para apoderarse por sí mismo del Imperio romano como si se tratara de un botín personal, los tres enemigos jurados están de acuerdo en que es mejor repartirse la herencia de César en privado y entre ellos. En lugar del gran César, Roma tiene de la noche a la mañana tres pequeños césares. [...]
Traducción de Berta Vias Mahou

* Fue precisamente Octavio (Octaviano), sobrino-nieto, hijo adoptivo y heredero de César, quien acabó definitivamente con la República, convirtiéndose en el primer emperador de Roma, bajo el título de Augusto (el de buenos augurios). (N. de J. N.)

STEFAN ZWEIG

Continuará...

5 comentarios:

Sirgatopardo dijo...

Lo de los ideales, si entonces ni ahora....

Anónimo dijo...

Entonces y ahora.

marian dijo...

Así es Gato.
Y creo que es así porque se confunde fantasía con ideal.
En el comercio de los ideales, porque mucho se comercia con ellos, es más fácil vender fuegos artificiales, que lo se requiere verdaderamente para convertir un ideal en una realidad.
Y trsitemente, desde que bajamos de los árboles, como bien nos recuerda (aquí a la derecha) Benedetto Croce: "toda la Historia es historia contemporánea".

marian dijo...

Cicerón tenía ideales, además, perfectamente prácticos, pero la fantasía y el delirio de grandeza de unos cuantos, contagiados a unos muchos, ya se sabe lo que traen, pero la historia se repite y se repite.

Juan Nadie dijo...

Esa es la clave, los griegos eran filósofos, los romanos no. Los romanos eran prácticos, por eso crearon el derecho, cuyas bases se siguen aplicando hoy en día, para organizar del modo más adecuado la "res publica", los asuntos públicos. Eran moralistas, en el sentido etimológico de la palabra (mos - moris - costumbre).