Cicerón/8

Author: Juan Nadie / Etiquetas:

[...] Se trata de un momento decisivo en la historia universal, pues los tres generales, en lugar de obedecer al senado y respetar las leyes del pueblo de Roma, su unen para formar un triunvirato y dividir un imperio inmenso, que abarca tres continentes, como si fuera un botín de guerra cualquiera. En una pequeña isla, cerca de Bolonia, donde se juntan las aguas del Reno y del Lavino, se instala una tienda en la que habrán de reunirse los tres salteadores. Como es natural, ninguno de estos grandes héroes militares confía en los otros. Demasiado a menudo se han llamado unos a otros en sus proclamas mentiroso, canalla, usurpador, enemigo del Estado, bandido y ladrón, como para no estar al corriente del cinismo de los otros. Pero a quien está hambriento de poder sólo le importa ejercerlo y no la opinión de los demás, únicamente el botín y no el honor. Tomando todas las precauciones posibles, los tres interlocutores se acercan uno tras otro al lugar convenido. Sólo después de que los futuros dominadores del mundo se hayan cerciorado de que ninguno de ellos lleva armas consigo para asesinar a esos aliados demasiado recientes, se sonríen amablemente y entran en la tienda en la que se ha de acordar y constituir el futuro triunvirato.
      Antonio, Octavio y Lépido permanecen durante tres días en esa tienda, sin testigos. Tienen que ocuparse de tres asuntos. Sobre el primero -cómo deben repartir el mundo- se ponen al instante de acuerdo. Octavio recibirá África y Numidia. Antonio, Galia. Y Lépido, Hispania. Tampoco la segunda cuestión les plantea demasiadas preocupaciones: cómo reunir el dinero para pagar la soldada que desde hace meses deben a sus legiones y a la canalla de sus partidos. Este problema se resuelve con ligereza, siguiendo un sistema a menudo imitado desde entonces. A los hombres más ricos del país se les arrebatará su fortuna y, para que no puedan quejarse en voz demasiado alta, al mismo tiempo se les quitará de en medio. Cómodamente sentados a la mesa, los tres hombres redactan una lista, la notificación pública de los nombres de los proscritos, los dos mil hombres más ricos de Italia, entre ellos doscientos senadores. Cada uno nombra a aquellos a los que conoce, añadiendo también a sus enemigos y adversarios personales. Con un par de rápidos trazos, el nuevo triunvirato, tras la cuestión territorial, ha despachado también la económica.
      Ahora toca discutir el tercer punto. Quien quiera establecer una dictadura, para asegurar su dominio, debe ante todo hacer callar a los eternos rivales de cualquier tiranía: a los hombres independientes, a los defensores de esa inextirpable utopía que es la libertad de espíritu. Antonio exige que el primer nombre que figure en esa lista sea el de Marco Tulio Cicerón. Ese hombre ha reconocido su auténtica naturaleza y le ha llamado por su verdadero nombre. Es más peligroso que todos los demás, porque tiene fuerza de espíritu y voluntad de independencia. Hay que deshacerse de él.
      Octavio, asustado, se niega. Como hombre joven, aún no del todo endurecido ni envenenado por la perfidia de la política, se resiste a empezar su mandato eliminando al escritor más célebre de Italia. Cicerón ha sido el más fiel defensor de su causa. Él le ensalzó ante el pueblo y ante el senado. Hace pocos meses Octavio aún pedía humildemente su ayuda, su consejo, tratando al anciano con respeto como su "verdadero padre". Octavio se avergüenza y persiste en su oposición. Con un acertado instinto, que le honra, no quiere entregar al más ilustre artífice de la lengua latina al oprobio del puñal de unos asesinos a sueldo. Pero Antonio insiste. Sabe que entre el espíritu y el poder hay una rivalidad eterna, y que nadie puede ser más peligroso para la dictadura que el maestro de la palabra. Tres días dura la lucha en torno a la cabeza de Cicerón. Al fin cede Octavio, y así el nombre de Cicerón remata el documento probablemente más deshonroso de la historia de Roma. Con esa única proscripción es con la que en realidad se sella la sentencia de muerte de la república. [...]
Traducción de Berta Vias Mahou

STEFAN ZWEIG

Continuará...

5 comentarios:

Sirgatopardo dijo...

Se trata de un momento decisivo en la historia universal, pues los tres generales, en lugar de obedecer al senado y respetar las leyes del pueblo de Roma, su unen para formar un triunvirato y dividir un imperio inmenso, que abarca tres continentes, como si fuera un botín de guerra cualquiera.
Me recuerda al tripartito en la Generalitat, alguno catalanes preferirán no acordarse.

Juan Nadie dijo...

Sí, puede recordar eso (incluído el 3%) y muchas cosas más. No aprendemos.

Juan Nadie dijo...

O aprendemos de lo malo.

marian dijo...

Menudos (grandes) canallas y cobardes, lo peor, o lo mejor, es que a Cicerón no le pilló de sorpresa, no esperaba otra cosa de ellos, es más, les estaba esperando.

Juan Nadie dijo...

Los conocía de sobra.