Cicerón/ Textos - y 3

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TRATADOS

De res publica
   
      ...  Sólo quiero decir que el género humano tiene por naturaleza tanto instinto de fortaleza, y recibió tan gran apetencia de defender el bien común, que esta virtud del valor ha superado siempre todos los halagos del ocio gustoso...
      ... Ningún caso hemos de hacer, ciertamente, de aquellos subterfugios que se alegan como excusa para disfrutar mejor del ocio, cuando dicen que sólo pueden acceder a la política personas que no valen para nada, con las que es cosa ruin el alternar, y desgraciado y arriesgado el enfrentarse, sobre todo ante una muchedumbre enardecida; por lo cual, no sería digno de un sabio tomar las riendas cuando no es posible frenar los arrebatos locos y salvajes de la masa, ni propio de un hombre libre luchar contra adversarios sin escrúpulos ni humanidad, o exponerse a injurias indignas de un sabio: como si para dedicarse a la política las personas honestas, firmes y de gran valor, no hubiera causa más justa que la de no someterse a los malvados y no soportar que estos arruinen la república, porque si ellos mismos quisieran poner remedio, tampoco lo podrían conseguir.
      En fin, ¿quién podría aprobar la afirmación de que el sabio no debe tomar parte alguna en la política, salvo que le obligue a ello el apremio del momento?...


De amicitia
Condena de la adulación

      Pero, no sé por qué, resulta verdad lo que dice, en su Andria, mi amigo Terencio: "La condescendencia engendra amigos; la franqueza, odio". Duele la franqueza, porque de ella nace el odio, veneno de la amistad. Pero mucho más duele la condescendencia cuando, indulgente con las faltas, deja caer al amigo en el abismo del mal. Y lo peor de todo es menospreciar la franqueza y empujar a la culpa con la condescendencia.
      Por lo tanto, en todo este asunto hay que procurar, con suma diligencia, amonestar sin acritud, y reprender sin ofensa. En cuanto a la condescendencia -empleo gustosamente la palabra de Terencio-, que haya amabilidad, pero que se aleje la adulación, promotora de vicios, e indigna, no ya de un amigo, sino simplemente de un hombre libre. Pues de una forma se convive con un tirano, y de otra con un amigo.
      Ahora bien, quien cierra sus oídos a la verdad, de forma que no quiera oírla ni de un amigo, ese no tiene remedio. Ya lo dijo Catón felizmente: "Algunos sacan más provecho de los enemigos agrios que de los amigos dulces. Aquellos dicen la verdad con frecuencia. Estos, nunca". Lo absurdo es que los que son amonestados se molestan de lo que no deben, y no se molestan de lo que deben molestarse. Porque no sienten haber faltado, y sienten ser corregidos; debiendo ser al revés, dolerse de la falta, y gozarse de la corrección.

Nueva llamada a la sinceridad

       Así pues, es propio de la verdadera amistad amonestar y ser amonestado, haciendo lo primero con franqueza pero sin acritud, y recibiendo lo segundo con paciencia y sin protestar.
      Igualmente hay que admitir que, en las amistades, no puede haber plaga peor que la adulación, el servilismo y la condescendencia. Pues, por muchos nombres con que se presente, hay que condenar este vicio de hombres frívolos y falsos, que siempre hablan por agradar, y nunca para decir la verdad.

Traducción de Álvaro d'Ors y José Mª Fornell Lombardo

¿Volver a Cicerón? ¿Distracción de eruditos sabáticos? ¿Visita al museo de las venerables reliquias romanas? Ya sabemos que leer es actualizar. Todo lo que leemos se nos vuelve fatalmente contemporáneo. Si esa contemporaneidad no se produce, tampoco hay lectura sino mera consulta de documentos arqueológicos. Cicerón, que se nos adelantó unos dos mil años y en una lengua cuyos dialectos siguen prosperando entre nosotros, cobra una inesperada actualidad...
      ... Él también habitó unos finales parecidos. Sabía que le tocaba compartir los últimos tiempos de la república, aunque ignorase que, alguna vez, sus años se contarían en disminución, a la espera de unos Tiempos Nuevos, de cuenta progresiva, capaces de creerse modernos.
      Veo al viejo orador sonriendo con ironía. Quizá se diga, desde la inmovilidad de su Olimpo: "¿Hablan de modernidad esos que me leen con dos mil años de retraso? ¿Cuánto se han modernizado?".
     Él venía de sangrientas guerras civiles, guerras en las que se jugaba el todo por el todo y se enarbolaban promesas de redención. De ellas surgieron un ejército y un derecho que se querían imperiales, universales. Nosotros también venimos de guerras arrasadoras y de puestas en escena de ideologías que intentaron cambiar el mundo de raíz. Un escepticismo ecléptico ha quedado de su quiebra y también, la promesa de incesantes renacimientos redentores. En esto nos parecemos y Cicerón tiene algo que decirnos. Asimismo, nuestros tiempos asisten al intento de hacer del mundo algo universal, donde coexistan diversidades...
      ... Pero hoy también existen patriarcas del pensamiento y libertarios de cátedra que consideran con santo horror al político. No a tal o cual dirigente, sino a la profesión entera. A los políticos que gobiernan, por contra, suelen pedirles canonjías.

      Cicerón, al revés, hizo el elogio de la política, no tan sólo como trabajo (siempre tan bien visto por los antiguos romanos: usar y servirse de las cosas) sino en tanto lo que podríamos llamar "la condición política del hombre"... Es decir: el hombre es siempre político porque vive, en sentido humano, cuando convive, cuando actúa en función de una sociedad que puede estar ausente de su percepción pero que habita su intimidad: la ciudad está construida en el corazón del ser humano y es el punto de partida de su moralidad. Lo que hacemos de bueno o de malo es lo que está sometido al juicio de los demás, lo que existe en el orden de lo político...
      ... Llegamos ahora a la noción medular de Cicerón en materia política, la noción de república. No como forma particular de gobierno, sino como la categoría de 'la cosa pública'. La res publica ciceroniana es todo lo que pertenece al pueblo. Y aquí vuelve Cicerón a resultar moderno, porque su concepto de pueblo no se confunde con un sector social bajo, según podía entenderse en el lenguaje corriente de la Roma coetánea, ni tampoco puede asimilarse a la idea romántica de Volk, una entidad orgánica y mística a la vez. El pueblo ciceroniano no es un montón de gente, ni una raza, ni un conjunto amorfo al cual da perfil la intervención de un elemento sobrenatural, sino una multitud policlasista que se somete y al tiempo se reconoce en un orden jurídico, un sistema de reglas de convivencia que rige a todos por igual. Quiero decir: que rige por igual a los desiguales, ya que no todos tienen la misma riqueza ni pareja inteligencia...
      ... Nuestra época ha sustituido el saber por el conocimiento y este se acumula mecánicamente en las memorias de los ordenadores: es conocimiento de nadie... BLAS MATAMORO ROSSI

FINIS

Cicerón/ Textos - 2

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De officiis

LIBRO I

Capítulo XVI
Principios de la sociedad y primera obligación de ella

La sociedad y obligación de los hombres sería perfectamente guardada si aplicáremos perfectamente nuestra generosidad a aquellos con quienes más estrechamente estamos unidos. Pero se ha de tomar más de su origen la doctrina de los principios fundamentales de la vida sociable. El primero es aquel que forma con tan estrecho vínculo la sociedad universal del género humano, y consiste en la razón y el habla, que enseñando, aprendiendo, comunicando, disputando y juzgando, concilia los hombres entre sí y los une en una sociedad natural. Y por ninguna otra prerrogativa se eleva más nuestra naturaleza sobre la de los demás animales; en los que muchas veces decimos que se halla fortaleza, como en los caballos, en los leones; pero no equidad, justicia o bondad, porque están privados de la razón y del habla. Esta es la sociedad tan dilatada que abraza todo el género humano, en que deben ser comunes todas aquellas cosas que crió la naturaleza para el uso común: de suerte que en orden a la separación de ellas tengan las leyes civiles su vigor y efecto en las posesiones particulares; y en lo demás se observe puntualmente aquel adagio griego1 en que se dice: Los bienes de los amigos son comunes. Por los cuales bienes se entienden aquellos que pueden reducirse a los que comprendió Enio en este ejemplo, que puede aplicarse a todos los semejantes:

El que enseña el camino al que va errado,
Luz en su luz le enciende, y a él le alumbra
Lo propio habiéndola comunicado.

Por este solo ejemplo se percibe bien que todo cuanto podamos comunicar sin detrimento nuestro, debemos darlo aun al que no conocemos: de donde nacen aquellas obligaciones comunes de no estorbar el uso del agua corriente, permitir tomar lumbre de la nuestra a quien la quiera, dar buen consejo a quien le haya menester; cosas que ceden en provecho de quien las recibe, y al que las da no le cuestan nada. Y así conviene que sea libre y universal el uso de ellas, y contribuir siempre con algo de nuestra parte a la utilidad común. Mas puesto que las facultades de los particulares son limitadas y el número de los necesitados casi infinito, para poder ser bienhechores de los nuestros se ha de arreglar la liberalidad ordinaria a aquel fin de Enio: Y a él le alumbra lo propio habiéndola comunicado.

1 Este proverbio le atribuye Plutarco a Diógenes. En el nombre de amigos quiere que se entiendan todos los buenos, en aquel opúsculo en que afirma que, según los principios de Epicuro, no se puede vivir suavemente.


Capítulo XXV
Reglas que han de observar los que gobiernan y los que administran justicia

Los que se destinan al gobierno del Estado, tengan muy presentes siempre estas dos máximas de Platón: La primera, que han de mirar de tal manera por el bien de los ciudadanos, que refieran a este fin todas sus acciones, olvidándose de sus propias conveniencias; la segunda, que su cuidado y vigilancia se extienda a todo el cuerpo de la república; no sea que por mostrarse celosos con una parte desamparen las demás. Los negocios e intereses de un Estado se pueden comparar con la tutela, la cual se ha de administrar con atención al provecho de los que se entreguen a ella, y no de aquellos a quienes se ha encomendado. Porque los que se desvelan por una parte de los ciudadanos, y descuidan de otra, introducen un perjuicio, el más notable en el gobierno, que es la sedición y discordia; de donde nace que tomen unos el partido del pueblo, otros el de la nobleza, y muy pocos el del común. Esta ha sido la causa de gravísimas discordias en Atenas, y la que ha producido en nuestra república no sólo sediciones, sino también muy perniciosas guerras civiles: todo lo cual debe huir y abominar el varón prudente y magnánimo, digno de manejar las riendas del gobierno; y manteniéndose libre de ambición de riquezas y poderío, se entregará todo a la república, mirando por ella de manera que se extienda y alcance a todos su cuidado. Tampoco deberá exponer a nadie al odio y a la envidia de los demás con falsas recriminaciones; y constante siempre en la honestidad y justicia, muera por conservarlas sin temor de la envidia, antes que abandonar estas cosas que acabo de decir. Nada hay más digno de compasión y lástima que el ambicioso empeño por los honores; acerca de lo cual dijo muy bien el mismo Platón: "Que los que disputan entre sí sobre quién ha de gobernar la república, son semejantes a unos marineros que altercasen sobre quién había de llevar el timón de la nave."  Mas también enseña el mismo Platón que se juzgue por enemigos de la patria a los que toman las armas contra ella, pero no a los que pretenden que prevalezca su dictamen en las materias de gobierno: cual fue la oposición entre P. Africano y Q. Metelo, que nunca pasó a la voluntad.
      No se ha de dar oídos a los que sean de parecer que debemos mostrar grave enojo con nuestros enemigos, y esto lo juzguen propio de un fuerte y magnánimo varón. Pues no hay prenda que merezca más elogios, ni más digna de un hombre ilustre y generoso, que la piedad y clemencia. En aquellos pueblos libres donde son iguales los derechos de los ciudadanos, es menester afabilidad y también superioridad de ánimo; no sea que por enfadarse con los que llegan intempestivamente, o preguntan y suplican con poca discreción, se caiga en una odiosa e impertinente ridiculez, que nunca aprovecha, antes bien acarrea el odio de todos. Mas esta mansedumbre y clemencia se ha de moderar de modo que por razón del empleo se mantenga severidad, sin la cual no se puede absolutamente gobernar. Se ha de castigar y corregir sin insultar a nadie, y todas las reprensiones y castigos se han de referir a la utilidad e interés no propio sino del común. También hemos de precaver que el castigo no sea mayor que el delito cometido, y que no padezca uno por una culpa por la que a otro ni aun se ha mandado comparecer a dar su descargo. Mas sobre todo que no tenga parte alguna la cólera en nuestras providencias. Porque es imposible que el que no llega a castigar desnudo de este afecto, mantenga aquella rectitud y medio entre mucho y poco, que tanto agrada a los peripatéticos, y con muchísima razón, si a un mismo tiempo no alabaran la iracundia, diciendo que es un don útil de la naturaleza.1 Antes se debe apartar esta pasión lejos de nosotros en todos asuntos, y desear que los que gobiernan sean semejantes a las leyes que castigan no por irritadas, sino por justas y equitativas.

Traducción y notas de Juan Bautista Calvo


1 Decían los peripatéticos que la iracundia y las demás pasiones nos eran dadas por la naturaleza, y que por esto no las habíamos de arrancar de nosotros, sino moderarlas. Los estoicos creían que las tomábamos por opinión, y que así las debíamos dejar enteramente. Lo mismo que los peripatéticos sentían de la iracundia los antiguos académicos.

Cicerón/ Textos - 1

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Vidas paralelas
Fragmento de Demóstenes - Cicerón

I.- Dícese de la madre de Cicerón, Helvia, haber sido de buena familia y de recomendable conducta; pero en cuanto al padre todo es extremos: porque unos dicen que nació y se crió en un lavadero, y otros refieren el origen de su linaje a Tulio Acio, que reinó gloriosamente sobre los Volscos.

      El primero de la familia que se llamó Cicerón parece que fue persona digna de memoria, y que por esta razón sus descendientes, no sólo no dejaron este sobrenombre, sino que más bien se mostraron ufanos con él, aunque para muchos era objeto de sarcasmos; porque los latinos al garbanzo le llaman cicer, y aquel tuvo en la punta de la nariz una verruga aplastada, a manera de garbanzo, que fue de donde tomó la denominación, y de este Cicerón cuya vida escribimos ha quedado memoria de que proponiéndole sus amigos, luego que se presentó a pedir magistraturas y tomó parte en el gobierno, que se quitara y mudara aquel nombre, les respondió con jactancia que él se esforzaría en hacer más ilustre el nombre de Cicerón que los Escauros y Cátulos. Siendo cuestor en Sicilia, hizo a los dioses una ofrenda de plata, en la que inscribió sus dos primeros nombres, Marco y Tulio, y en lugar del tercero dispuso por una especie de juego que el artífice grabara al lado de las letras un garbanzo. Y esto es lo que hay escrito acerca del nombre.

      II.- Dicen que nació Cicerón, habiéndole dado a luz su madre sin trabajo y sin dolores, el día 3 de enero, en el que ahora los magistrados hacen plegarias y sacrificios por el emperador. Parece que su nodriza tuvo una visión, en la que se le anunció que criaba un gran bien para todos los romanos. Esto, que comúnmente debe ser tenido por delirio y por quimera, hizo ver Cicerón bien pronto que había sido una verdadera profecía: porque llegado a la edad en que se empieza a aprender, sobresalió ya por su ingenio, y adquirió nombre y fama entre sus iguales, tanto, que los padres de éstos iban a las escuelas deseosos de conocer de vista a Cicerón, y hacían conversación de su admirable prontitud y capacidad para las letras; y los menos ilustrados reprendían con enfado a sus hijos, viendo que en los paseos llevaban por honor a Cicerón en medio. No obstante tener un talento amante de las artes y las ciencias, cual lo deseaba Platón, propio para abrazar toda doctrina y no reprobar ninguna especie de erudición, se precipitó con mayor ansia a la poesía; y se ha conservado un poemita de cuando era muchacho, titulado Poncio Glauco, hecho en versos tetrámetros.

      Adelantando en tiempo, y dedicándose con más ardor a esta clase de estudios, fue ya tenido, no sólo por el mejor orador sino también por el mejor poeta de los romanos. Su gloria y su fama en la elocuencia permanece hasta hoy, a pesar de las grandes mudanzas que ha sufrido el lenguaje; pero la fama poética, habiendo sobrevenido después muchos y grandes ingenios, ha quedado del todo olvidada y oscurecida…

Catilinarias
ORATIO PRIMA
HABITA IN SENATU

Pronunciada el 6 de noviembre ante el Senado convocado en el templo de Júpiter "Stator". Asiste Catilina, inesperadamente para Cicerón; éste le ataca con la siguiente oración, llamada, por carecer de exordio, invectiva:

      I.- Quo usque tandem abutere, Catilina, patientia nostra? quam diu etiam furor iste tuus nos eludet? quem ad finem sese effrenata iactabit audacia? nihilne te nocturnum praesidium Palatii, nihil urbis vigiliae, nihil timor populi, nihil concursus bonorum omnium, nihil hic munitissimus habendi senatus locus, nihil horum ora vultusque moverunt? patere tua consilia non sentis, constrictam iam horum omnium scientia teneri coniurationem tuam non vides? quid proxima, quid superiore nocte egeris, ubi fueris, quos convocaveris, quid consilii ceperis, quem nostrum ignorare arbitraris? O tempora, o mores! senatus haec intellegit, consul videt; hic tamen vivit. Vivit? immo vero etiam in senatum venit, fit publici consilii particeps, notat et designat oculis ad caedem unum quemque nostrum. Nos autem fortes viri satisfacere rei publicae videmur, si istius furorem ac tela vitemus...


Catilinarias
PRIMER DISCURSO

      I.- ¿Hasta cuándo, di, Catilina, vas a abusar de nuestra paciencia?, ¿cuánto tiempo aún seremos juguetes de tu furor?, ¿a qué límite llegará en su desenfreno tu audacia? ¿Es que nada te ha desconcertado la guardia nocturna en el Palatino, ni las patrullas en la ciudad, ni el espanto del pueblo, ni la afluencia de todos los hombres de bien, ni éste tan defendido lugar donde el Senado se reúne, ni el rostro y la mirada de los senadores? ¿No adviertes que tus designios están descubiertos, no ves que tu conjuración, pues todos éstos la conocen, está ya aplastada? Lo que hiciste anoche y la noche anterior, dónde estuviste, a quiénes reuniste, qué determinación tomaste, ¿quien de nosotros crees que lo ignora? ¡Oh tiempos, oh costumbres! El Senado conoce todo esto, el cónsul lo ve ¡y éste vive! ¿Vive, digo? Aún más, se presenta en el Senado, participa en las deliberaciones públicas, señala y envía con su gesto a la muerte a cada uno de nosotros. Pero nosotros, los hombres esforzados, creemos cumplir nuestro deber de ciudadanos si nos resguardamos de su furor y de sus armas...

Traducción literaria (no literal) de Francisco Campos Rodríguez


Filípica Primera contra Marco Antonio

      I.- Antes de exponer, padres conscriptos, lo que creo debo decir de la República en la ocasión presente, explicaré con brevedad los motivos de mi partida y de mi regreso. Creyendo que al fin volvía a entrar la República bajo vuestra dirección y gobierno, decidido estaba a permanecer aquí, atento a los negocios públicos como consular y senador, y en verdad ni me alejé un paso ni aparté los ojos de la República desde el día en que fuimos convocados en el templo de la diosa Telus1. En dicho templo, y en cuanto de mi parte estuvo, eché los fundamentos de la paz, renovando el antiguo ejemplo de los atenienses2 y empleando la misma palabra que usaron entonces los griegos para pacificar sus disensiones. Mi dictamen fue que se debía borrar con eterno olvido todas las pasadas discordias.
      Admirable fue entonces el discurso que pronunció M. Antonio, quien no mostró menos buena voluntad, confirmándose al fin por su intervención y la de sus hijos con los principales ciudadanos. A estos principios ajustaba los demás actos, y a las reuniones que se celebraban en su casa para tratar de los negocios de la República eran citados los más autorizados personajes. Traía a este orden senatorial proposiciones muy buenas; seria y dignamente respondía a cuanto se le preguntaba, y en los registros de César no se encontraba más que lo que todo el mundo sabía.3 ¿Hay en ellos, se le preguntaba, algunos desterrados restituidos a la patria? Uno solamente4, respondía. ¿Hay algunos privilegios concedidos? Ninguno, respondía. Hasta quiso que asintiéramos al deseo del preclaro Servio Sulpicio, quien proponía que después de los idus de marzo no se publicara ningún decreto o gracia de César.
      Prescindo de otras muchas y excelentes cosas para llegar pronto a referir el hecho más singular de M. Antonio. Abolió por completo en la República el cargo de dictador, que ya tenía índole de poder regio, sobre lo cual ni siquiera dimos dictamen. Trajo escrito el senatus consultus que quería se promulgase, y, leído, todos con el mayor gusto nos conformamos con él, acordando el Senado darle las gracias en los términos más honrosos.

      II.- Al parecer, amanecía nuevo día. No sólo era desterrada la tiranía que nos había sojuzgado, sino también el temor de volver a ella. Al abolir el cargo de dictador, daba M. Antonio a la República la mejor prueba de querer la libertad de Roma, y suprimiendo la dictadura, que en algunos casos fue legítima y conveniente, quitaba el miedo de que se reprodujese con carácter de perpetuidad.
      Pocos días después se libró el Senado de ser pasado a cuchillo, siendo arrastrado con el garfio el fugitivo que se había apropiado el nombre de C. Mario5. En todas estas cosas obró Antonio de acuerdo con su colega Dolabela. Otras hizo éste en las que creo que le hubiera acompañado Antonio a no estar ausente; porque como los desórdenes fueran cada día en aumento, quemando en el Foro imágenes de César los mismos que habían hecho allí aquella sepultura vacía o sin cadáver, y con los desórdenes aumentaran también las amenazas de los perdidos y de esclavos tan malos como ellos, a las casas y los templos, fue tal el castigo que aplicó Dolabela, tanto a los osados y perversos esclavos como a los impuros y malvados ciudadanos, y tal su energía al derribar aquella execrable columna6, que admiro cuán distintos son los tiempos posteriores a aquel día.
      En efecto, en las kalendas de junio, para las cuales nos convocó Antonio por un edicto, todo había cambiado. Nada se hacía por medio del Senado, y muchos e importantes asuntos los resolvía él solo, sin contar con el pueblo y aun contra su voluntad. Los cónsules electos negábanse a acudir al Senado. Los salvadores de la patria no estaban en aquella ciudad que habían libertado del yugo de la servidumbre, aunque los mismos cónsules en todas las asambleas del pueblo y en todas las conversaciones los alababan. A los llamados veteranos, atendidos por este orden senatorial con el mayor cuidado, se les excitaba, no a conservar lo que ya tenían, sino a esperar nuevo botín. Prefiriendo oír a ver tales desórdenes y teniendo facultad para ir de legado a donde quisiese7, me marché con propósito de estar aquí en las kalendas de enero, que era la fecha en que, al parecer, debía reunirse el Senado...
Traducción y notas de Juan Bautista Calvo

Marco Tulio Cicerón

1 Antonio prefirió este templo, que estaba inmediato a su casa, a la sala del Senado, situada debajo del Capitolio, donde se refugiaron los matadores de César.
2  Alude a la ley de Trasibulo para que se olvidasen las pasadas discordias de Atenas.
3 A la muerte de César se apoderó Marco Antonio de sus registros y papeles y de ellos sacaba, con el título de Actas de César, cuantos decretos le convenían.
4 Este era Sexto Clodio, desterrado por incendiar el Senado cuando quemó en la plaza pública el cadáver de Publio Clodio.
5 Era éste un impostor que se suponía hijo de C. Mario y que se señaló en los funerales de César, de quien aseguraba ser pariente, incitando a la plebe al motín y amenazando exterminar el Senado. Llamábase uncus un palo que terminaba en un hierro encorvado con el cual se arrastraba a los criminales para arrojarlos al Tíber.
6 Las turbas habían levantado en el Foro en honor de César una gruesa columna de veinte pies de altura con la inscripción "Al padre de la patria". Allí se reunían diariamente, hacían sacrificios y colgaban imágenes de César, que después quemaban, corriendo furiosos por las calles y cometiendo mil violencias. Dolabela hizo demoler la columna y castigó severamente a los principales promotores de tales alborotos.
7 La legación concedida a Cicerón no era para objeto determinado, y podía ejercerla en cualquier provincia. A los agraciados con estas legaciones se les daban dos lictores para que pudieran terminar con seguridad sus asuntos propios.

Cicerón/y 10

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[...] A la tragedia sigue una cruenta pieza satírica. De la urgencia con la que Antonio ha ordenado esa muerte, los asesinos deducen que esa cabeza ha de tener un extraordinario valor. Naturalmente no sospechan su valía en el contexto espiritual del mundo y de la posteridad, pero sí la importancia que tiene para quien ha ordenado ese acto sangriento. Para que no les disputen el premio, deciden llevarle a Antonio en persona la cabeza como prueba elocuente de que sus órdenes se han cumplido. De modo que el jefe de los criminales le corta al cadáver la cabeza y las manos, las mete en un saco y, cargando a la espalda ese fardo del que aún gotea la sangre, corre lo más deprisa posible en dirección a Roma, para alegrar al dictador con la noticia de que el mejor defensor de la república romana ha sido eliminado por el procedimiento habitual. Y el criminal menor, el jefe de los asesinos, ha calculado bien. El gran criminal, que ha ordenado el asesinato, transforma su alegría por el crimen cometido en moneda, dando una recompensa digna de un príncipe. Ahora que ha mandado saquear y asesinar a los dos mil hombres más ricos de Italia, Antonio puede por fin mostrarse generoso. Por el sanguinolento saco que contiene las manos cortadas y la ultrajada cabeza de Cicerón paga al centurión un brillante millón de sestercios. Pero con ello su venganza aún no se ha enfriado, de modo que el odio estúpido de este hombre ávido de sangre maquina aún una especial ignominia para el muerto, sin darse cuenta de que con ella él mismo se verá envilecido por todos los tiempos. Antonio ordena que la cabeza y las manos sean clavadas en la tribuna desde la que Cicerón incitara al pueblo contra él para defender la libertad de Roma. Un espectáculo deshonroso espera al día siguiente al pueblo romano. En la tribuna de los oradores, la misma desde la que Cicerón pronunciara sus inmortales discursos, cuelga descolorida la cabeza cortada del último defensor de la libertad. Un imponente clavo oxidado atraviesa la frente, los miles de pensamientos. Lívidos y con un rictus de amargura, se entumecen los labios que formularon de modo más bello que los de ningún otro las metálicas palabras de la lengua latina. Cerrados, los azulados párpados cubren los ojos que durante sesenta años velaron por la república. Impotentes, se abren las manos que escribieron las más espléndidas cartas de la época. Pero con todo, ninguna acusación formulada por el grandioso orador desde esa tribuna contra la brutalidad, contra el delirio de poder, contra la ilegalidad, habla de modo tan elocuente en contra de la eterna injusticia de la violencia como esa cabeza muda de un hombre asesinado. Receloso, el pueblo se aglomera en torno a la profanada rostra. Abatido, avergonzado, vuelve a apartarse. Nadie se atreve -¡es una dictadura!- a expresar una sola réplica, pero un espasmo les oprime el corazón. Y consternados, bajan los ojos ante esa trágica alegoría de su república crucificada.
Traducción de Berta Vias Mahou

STEFAN ZWEIG

Cicerón/9

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[...] Desde el momento en que Cicerón se entera del acuerdo alcanzado entre estos tres hombres, hasta entonces enemigos jurados, es consciente de que está perdido. Sabe muy bien que al filibustero de Antonio, al que Shakespeare ennoblecería sin motivo elevándolo al plano del espíritu, lo ha marcado demasiado dolorosamente con el hierro candente de la palabra, al adjudicarle los bajos instintos de la codicia, la vanidad, la crueldad y la falta de escrúpulos, como para que de ese hombre brutal y violento le quepa esperar la generosidad de César. Lo único lógico, en el caso de que quisiera salvar su vida, sería una rápida huida. Cicerón tendría que haberse trasladado a Grecia, con Bruto, con Casio, con Catón, al último campamento de la libertad republicana. Allí al menos se habría puesto a salvo de los asesinos que ya han sido enviados. Y de hecho dos, tres veces, el proscrito parece decidido a huir. Lo prepara todo, informa a sus amigos, se embarca, se pone en camino, pero en el último momento se detiene. Quien ha conocido ya la desesperación del exilio, experimenta incluso en el riesgo la voloptuosidad del suelo patrio y la indignidad de una vida en huida constante. Una voluntad misteriosa, más allá de la razón e incluso en contra de ella, le obliga a encarar el destino que le espera. Este hombre cansado, a su existencia ya concluida sólo le pide un par de días de descanso. Poder reflexionar un poco en calma, escribir un par de cartas, leer un par de libros. Y que después venga aquello para lo que esté predestinado. Durante esos últimos meses, Cicerón se oculta tan pronto en una de sus fincas, tan pronto en otra, partiendo una vez más, en cuanto amenaza el peligro, pero sin escapar nunca por completo. Como cambia de almohada un enfermo con fiebre, cambia él esos semiescondites, sin estar del todo resuelto a hacer frente a su destino, pero tampoco a evitarlo, como si, con esa disposición a morir, inconscientemente quisiera cumplir con la máxima que formulara en su tratado De senectute, según la cual un hombre viejo no tiene derecho a buscar la muerte ni a aplazarla. Venga cuando venga, hay que recibirla con resignación. Neque turpis mors forti viro potest accedere. Para las almas fuertes no hay muerte ignominiosa.
      Y así, Cicerón, que se había puesto ya en camino hacia Sicilia, ordena de pronto a sus gentes que de nuevo pongan rumbo hacia la hostil Italia y tomen puerto en Caieta, la actual Gaeta, donde posee una pequeña finca. Ha sucumbido al cansancio, un cansancio que no es simplemente de los miembros, de los nervios, sino un cansancio ante la vida y una misteriosa nostalgia por el final, por la tierra. Sólo quiere descansar una vez más. Respirar una vez más el dulce aire de la patria y despedirse. Despedirse del mundo, pero reposar y descansar, aunque sólo sea un día o una hora.
      Respetuoso, saluda, en cuanto toma puerto, a los lares de la casa, los espíritus protectores. El hombre de sesenta y cuatro años está agotado. El viaje por mar le ha dejado exhausto, de modo que se echa en el cubiculum, en el dormitorio o mejor dicho en la cámara funeraria, y cierra los ojos, para por anticipado disfrutar durante el ligero sueño del placer del eterno descanso. Pero apenas se ha acostado, cuando atropelladamente entra un esclavo de confianza. En las proximidades hay unos hombres armados, que resultan sospechosos. Un empleado de su casa, al que durante toda su vida ha dado pruebas de amistad, ha revelado su llegada a los asesinos para cobrar la recompensa. Tiene que huir, huir de inmediato. Una litera está preparada. Y ellos mismos, los esclavos de la casa, quieren armarse y defenderse durante el corto trayecto hasta el barco, donde estará a salvo. El anciano, extenuado, se niega. "¿Para qué? -dice-. Estoy cansado de huir y cansado de vivir. Dejadme morir en esta tierra, a la que yo he salvado." Por fin el viejo sirviente de confianza le convence. Dando un rodeo a través de un pequeño bosquecillo, los esclavos armados llevan la litera hasta el barco salvador.
      Pero el hombre que en su propia casa le ha traicionado no quiere quedarse sin su vergonzoso dinero. A toda prisa, reúne a un centurión, un capitán y un par de hombres armados. Todos ellos corren tras la comitiva a través del bosque y aún les da tiempo a alcanzar la presa. Al instante, los sirvientes se agrupan en torno a la litera y se disponen a luchar, pero Cicerón les ordena que lo dejen. Su vida está acabada, ¿para qué sacrificar otras ajenas, más jóvenes? En el último momento, este hombre siempre vacilante, siempre indeciso y sólo en ocasiones valiente pierde por completo el miedo. Siente que sólo puede acreditarse como romano en esta su última prueba si -sapientissimus quisque aequissimo animo moritur- encara la muerte con dignidad. Por orden suya, los criados se apartan. Desarmado y sin ofrecer resistencia, brinda a los asesinos su anciana cabeza con estas grandiosas y sabias palabras: "Non ignoravi me mortalem genius". Siempre he sabido que soy mortal. Pero los asesinos no quieren filosofía, sólo su paga. Y no lo dudan mucho. De un fuerte golpe, el centurión derriba al hombre indefenso. Así muere Marco Tulio Cicerón, el último defensor de la libertad de Roma. Mostrándose en su última hora más heroico, más viril y más decidido que en otras miles y miles durante toda su vida. [...]
Traducción de Berta Vias Mahou

STEFAN ZWEIG

Continuará...

Cicerón/8

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[...] Se trata de un momento decisivo en la historia universal, pues los tres generales, en lugar de obedecer al senado y respetar las leyes del pueblo de Roma, su unen para formar un triunvirato y dividir un imperio inmenso, que abarca tres continentes, como si fuera un botín de guerra cualquiera. En una pequeña isla, cerca de Bolonia, donde se juntan las aguas del Reno y del Lavino, se instala una tienda en la que habrán de reunirse los tres salteadores. Como es natural, ninguno de estos grandes héroes militares confía en los otros. Demasiado a menudo se han llamado unos a otros en sus proclamas mentiroso, canalla, usurpador, enemigo del Estado, bandido y ladrón, como para no estar al corriente del cinismo de los otros. Pero a quien está hambriento de poder sólo le importa ejercerlo y no la opinión de los demás, únicamente el botín y no el honor. Tomando todas las precauciones posibles, los tres interlocutores se acercan uno tras otro al lugar convenido. Sólo después de que los futuros dominadores del mundo se hayan cerciorado de que ninguno de ellos lleva armas consigo para asesinar a esos aliados demasiado recientes, se sonríen amablemente y entran en la tienda en la que se ha de acordar y constituir el futuro triunvirato.
      Antonio, Octavio y Lépido permanecen durante tres días en esa tienda, sin testigos. Tienen que ocuparse de tres asuntos. Sobre el primero -cómo deben repartir el mundo- se ponen al instante de acuerdo. Octavio recibirá África y Numidia. Antonio, Galia. Y Lépido, Hispania. Tampoco la segunda cuestión les plantea demasiadas preocupaciones: cómo reunir el dinero para pagar la soldada que desde hace meses deben a sus legiones y a la canalla de sus partidos. Este problema se resuelve con ligereza, siguiendo un sistema a menudo imitado desde entonces. A los hombres más ricos del país se les arrebatará su fortuna y, para que no puedan quejarse en voz demasiado alta, al mismo tiempo se les quitará de en medio. Cómodamente sentados a la mesa, los tres hombres redactan una lista, la notificación pública de los nombres de los proscritos, los dos mil hombres más ricos de Italia, entre ellos doscientos senadores. Cada uno nombra a aquellos a los que conoce, añadiendo también a sus enemigos y adversarios personales. Con un par de rápidos trazos, el nuevo triunvirato, tras la cuestión territorial, ha despachado también la económica.
      Ahora toca discutir el tercer punto. Quien quiera establecer una dictadura, para asegurar su dominio, debe ante todo hacer callar a los eternos rivales de cualquier tiranía: a los hombres independientes, a los defensores de esa inextirpable utopía que es la libertad de espíritu. Antonio exige que el primer nombre que figure en esa lista sea el de Marco Tulio Cicerón. Ese hombre ha reconocido su auténtica naturaleza y le ha llamado por su verdadero nombre. Es más peligroso que todos los demás, porque tiene fuerza de espíritu y voluntad de independencia. Hay que deshacerse de él.
      Octavio, asustado, se niega. Como hombre joven, aún no del todo endurecido ni envenenado por la perfidia de la política, se resiste a empezar su mandato eliminando al escritor más célebre de Italia. Cicerón ha sido el más fiel defensor de su causa. Él le ensalzó ante el pueblo y ante el senado. Hace pocos meses Octavio aún pedía humildemente su ayuda, su consejo, tratando al anciano con respeto como su "verdadero padre". Octavio se avergüenza y persiste en su oposición. Con un acertado instinto, que le honra, no quiere entregar al más ilustre artífice de la lengua latina al oprobio del puñal de unos asesinos a sueldo. Pero Antonio insiste. Sabe que entre el espíritu y el poder hay una rivalidad eterna, y que nadie puede ser más peligroso para la dictadura que el maestro de la palabra. Tres días dura la lucha en torno a la cabeza de Cicerón. Al fin cede Octavio, y así el nombre de Cicerón remata el documento probablemente más deshonroso de la historia de Roma. Con esa única proscripción es con la que en realidad se sella la sentencia de muerte de la república. [...]
Traducción de Berta Vias Mahou

STEFAN ZWEIG

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Cicerón/7

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[...] Pero mientras Cicerón, sereno y sosegado en su retiro, medita sobre el sentido y la forma de una constitución moral, crece la agitación en el Imperio romano. Ni el senado ni el pueblo han decidido aún si hay que ensalzar a los asesinos de César o desterrarlos. Antonio se prepara para la guerra contra Bruto y Casio, cuando de modo inesperado se presenta un nuevo pretendiente, Octavio, al que César nombró su heredero y al que ahora le gustaría hacerse cargo de esa herencia. Apenas ha desembarcado en Italia, escribe a Cicerón para ganar su apoyo. Al mismo tiempo, Antonio le pide que vaya a Roma. Y a su vez Bruto y Casio le llaman desde sus plazas fuertes. Todos ellos pretenden que el gran defensor defienda su causa. Todos ellos solicitan del célebre maestro de leyes que haga que la injusticia cometida contra ellos se convierta en justicia. Con acertado instinto, como hacen siempre los políticos que quieren el poder, en tanto no lo tienen aún, buscan el apoyo del hombre de espíritu, al que después apartarán a un lado con desdén. Y si Cicerón aún fuera el frívolo y ambicioso político de antaño, se habría dejado engañar.
      Pero Cicerón en parte está cansado, y en parte se ha vuelto prudente, dos impresiones que a menudo se parecen entre sí de un modo peligroso. Sabe que ahora sólo necesita una cosa: acabar su obra, poner orden en su vida, en sus pensamientos. Como Ulises ante el canto de las sirenas, cierra su oído interno frente a las seductoras llamadas de los poderosos, no atiende a la de Antonio, ni a la de Octavio, ni a las de Bruto y Casio, tampoco a la del senado, ni a la de sus amigos, sino que, convencido de que tiene más fuerza con la palabra que actuando y de que es más sensato mantenerse solo que en medio de una camarilla, sigue escribiendo su libro, consciente de que será su despedida de este mundo.

      Sólo cuando ha terminado ese testamento, levanta la vista. Y es un mal despertar. El país, su patria, está al borde de la guerra civil. Antonio, que ha saqueado las arcas de César y las de los templos, ha conseguido reunir mercenarios con dinero robado. Pero a él se enfrentan tres ejércitos en armas. El de Octavio, el de Lépido, y el de Bruto y Casio. Es demasiado tarde para la reconciliación y la mediación. Ahora hay que decidir si sobre Roma debe imperar un nuevo cesarismo bajo Antonio o si debe perdurar la república. Todos han de elegir en ese momento. También el más prudente y el más precavido, el que, siempre buscando el equilibrio, se mantuvo por encima de los partidos o indeciso vaciló entre unos y otros. También Marco Tulio Cicerón tiene que decidirse de una vez.
      Y ahora sucede lo extraordinario. Desde que Cicerón ha hecho llegar a su hijo su De officiis, su testamento, es como si, a partir del desprecio que siente por la vida, hubiera cobrado un nuevo valor. Sabe que su carrera política, que su carrera literaria ha concluido. Lo que tenía que decir, lo ha dicho. Lo que le queda por vivir no es mucho. Es viejo, ha terminado su obra, ¿para qué defender aún ese resto miserable? Como un animal agotado por el acoso, que, cuando sabe que tras él los mastines aúllan a muy poca distancia, se vuelve de pronto y, para apresurar el final, se arroja contra los perros que le persiguen, asimismo Cicerón, con un coraje verdaderamente mortal, se lanza una vez más al centro de la lucha y desde su peligrosa posición. El que durante meses y años sólo ha manejado el silencioso cálamo, retoma la piedra de rayo del discurso y la arroja contra los enemigos de la república.

      Conmovedor espectáculo. En diciembre, el hombre de cabellos grises se encuentra de nuevo en el foro de Roma, para una vez más invitar al pueblo romano a que se muestre digno del honor de sus antepasados, ille mos virtusque maiorum. Con sus catorce Filípicas fulmina a Antonio, el usurpador, que a negado la obediencia al senado y al pueblo, consciente del peligro que supone erigirse sin armas en contra de un dictador que ya ha reunido a sus legiones dispuestas a avanzar y matar. Pero quien quiere incitar a otros a que sean valerosos sólo resulta convincente si él mismo demuestra de modo ejemplar ese valor. Cicerón sabe que ya no se bate ociosamente con palabras como lo hiciera en otro tiempo en ese mismo foro, sino que, para convencer, esta vez ha de empeñar la vida. Decidido, desde la rostra, la tribuna de oradores, confiesa: "Cuando era joven defendí ya la república. Ahora que me he hecho viejo, no la dejaré en la estacada. Estoy dispuesto a dar mi vida, si con mi muerte se puede restablecer la libertad de esta ciudad. Mi único deseo es, al morir, dejar atrás un pueblo de Roma libre. Los dioses inmortales no podrían concederme mayor favor". No queda tiempo, demanda enfático, para negociar con Antonio. Hay que apoyar a Octavio, que, aun siendo pariente de sangre y heredero de César, representa la causa de la república*. Ya no se trata de hombres, sino de una causa, la más sagrada: res in extremum est adducta discrimen: de libertate decernitur. Y la causa ha llegado a la última y más extrema de las decisiones. Se trata de la libertad. Pero donde ese bien inviolable se ve amenazado, cualquier titubeo resulta perverso. Así, el pacifista Cicerón reclama que los ejércitos de la república se enfrenten a los de la dictadura. Y él, que, como más tarde su discípulo Erasmo, por encima de todo odia el tumultus, la guerra civil, solicita que se declare el estado de excepción para el país y se dicte el destierro contra el usurpador.
      En esos catorce discursos, desde que no actúa como abogado en procesos dudosos, sino como defensor de una causa noble, Cicerón encuentra palabras verdaderamente grandiosas y ardientes. "Que otros pueblos vivan, si es su deseo, en la esclavitud -exclama ante sus conciudadanos-. Nosotros, romanos, no queremos. Si no podemos conquistar la libertad, dejadnos morir." Si el Estado ha llegado realmente a la más extrema de las humillaciones, entonces a un pueblo que domina el mundo entero -nos principes orbium terrarum gentiusque omnium- le corresponde actuar como lo harían en la arena los gladiadores reducidos a la esclavitud. Mejor morir haciendo frente a los enemigos que dejarse matar. "Ut cum dignitate potius cadamus quam cum ignominia serviamus." Mejor morir con honor que servir con ignominia.

      Con asombro, el senado escucha atentamente. También el pueblo reunido escucha con atención esas Filípicas. Algunos quizá se den cuenta de que será la última vez a lo largo de los siglos que semejantes palabras puedan pronunciarse libremente en el mercado. Allí, pronto no habrá más remedio que inclinarse como un esclavo ante las estatuas de mármol de los emperadores. Sólo a los aduladores y a los delatores se les permitirá un cuchicheo insidioso en el imperio de los Césares, en lugar de la libertad de palabra que en otro tiempo reinara. Un estremecimiento recorre a los oyentes, mitad miedo y mitad admiración por ese hombre viejo que, solo, con el valor del desesperado, de una íntima desesperanza, defiende la independencia del hombre de espíritu y el derecho de la república. Vacilantes, le apoyan. Pero tampoco la rueda pirotécnica de las palabras puede ya enardecer la podrida estirpe del orgullo romano. Y mientras en el mercado este idealista solitario predica el sacrificio, quienes sin escrúpulos detentan el poder en las legiones cierran a sus espaldas el pacto más deshonroso de la historia de Roma.
      El mismo Octavio, al que Cicerón ha ensalzado como defensor de la república, el mismo Lépido, para el que solicitara al pueblo de Roma una estatua por sus servicios, porque los dos se habían retirado para eliminar a Antonio, el usurpador, ambos prefieren negociar en privado. Como ninguno de los cabecillas, ni Octavio, ni Antonio, ni Lépido, es lo suficientemente fuerte para apoderarse por sí mismo del Imperio romano como si se tratara de un botín personal, los tres enemigos jurados están de acuerdo en que es mejor repartirse la herencia de César en privado y entre ellos. En lugar del gran César, Roma tiene de la noche a la mañana tres pequeños césares. [...]
Traducción de Berta Vias Mahou

* Fue precisamente Octavio (Octaviano), sobrino-nieto, hijo adoptivo y heredero de César, quien acabó definitivamente con la República, convirtiéndose en el primer emperador de Roma, bajo el título de Augusto (el de buenos augurios). (N. de J. N.)

STEFAN ZWEIG

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Cicerón/6

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[...] Por segunda vez, Marco Tulio Cicerón ha huido del mundo para refugiarse en su soledad. Ahora se da cuenta definitivamente de que, en una esfera en la que el poder equivale a la ley y en la que se fomenta más la falta de escrúpulos que la prudencia y el espíritu conciliador, él, como hombre instruido, como humanista, como garante de la justicia, ha estado desde el principio en un lugar que no le correspondía. Estremecido, ha tenido que reconocer que en esa época afeminada, la república ideal, tal y como la soñara para su patria, es decir, el restablecimiento de las viejas costumbres romanas, ya no es posible. Pero como él mismo no ha podido consumar la acción libertadora en la realidad, esa materia recalcitrante, quiere al menos salvar su sueño para una posteridad más sabia. Los esfuerzos y los conocimientos de sesenta años de vida no pueden perderse por completo y quedar sin efecto. Así, este hombre humillado recuerda cuál es su verdadero poder, y, como advertencia para otras generaciones, redacta en esos días de soledad su última obra, al mismo tiempo la más grande, De officiis, la enseñanza de las obligaciones que el hombre independiente, el hombre moral, ha de cumplir frente a sí mismo y frente al Estado. Lo que Marco Tulio Cicerón escribe en Pozzuoli durante el otoño del año 44 a.C., otoño también de su vida, es su testamento político y moral.
      Que ese tratado sobre la relación del individuo con respecto al Estado es un testamento, la última palabra de un hombre que ha dimitido y que ha renunciado a todas las pasiones públicas, lo demuestra ya la alocución inicial. De officiis está dirigido a su hijo. Cicerón le confiesa con toda sinceridad que no se ha retirado de la vida pública por indiferencia, sino porque, como espíritu libre, como republicano romano, considera que servir a una dictadura está por debajo de su dignidad y de su honor. "Mientras el Estado aún era administrado por hombres que él mismo había escogido, dediqué mi energía y mis ideas a la res publica. Pero desde que todo cayó bajo la dominatio unius, bajo el dominio de uno solo, no quedó espacio para el servicio público o para ejercer la autoridad." Desde que el senado fue abolido y se cerraron los tribunales, ¿qué puede él buscar en el senado o en el foro sin perder el respeto a sí mismo? Hasta ahora, la actividad pública, la actividad política, le ha robado demasiado tiempo. "Scribendi otium non erat", al que escribe no le queda tiempo libre. Y nunca pudo formular de modo concluyente su visión del mundo. Pero ahora que se ve obligado a permanecer inactivo, quiere aprovecharlo al menos en el sentido de la espléndida frase de Escipión, que de sí mismo dijo que nunca estuvo más activo que cuando no tuvo nada que hacer y nunca menos solo que cuando estaba solo consigo mismo.
      Estas ideas sobre la relación del individuo con respecto al Estado, que Marco Tulio Cicerón expone a su hijo, con frecuencia no son nuevas y originales. Combinan lo leído con lo generalmente aceptado. A los sesenta años un dialéctico no se convierte de pronto en un poeta, ni un compilador en un creador original. Pero las opiniones de Cicerón adquieren esta vez una nueva carga emocional por el tono de dolor y de amargura que en ellas resuena. En medio de guerras civiles sangrientas y de una época en la que las hordas pretorianas y la canalla de los distintos partidos luchan por el poder, el espíritu verdaderamente humano sueña una vez más -como siempre los individuos en épocas semejantes- con la eterna quimera de una pacificación universal a través del conocimiento de las costumbres y de la conciliación. La justicia y la ley, por sí solas, deben ser los férreos pilares del Estado. Los realmente honrados, y no los demagogos, son los que tienen que alcanzar el poder y con ello la justicia dentro del Estado. Nadie tiene derecho a tratar de imponer al pueblo su voluntad y con ello su capricho. Y es un deber negar la obediencia a esos ambiciosos que arrebatan el gobierno al pueblo, "hoc omne genus pestiferun acque impium". Exasperado, este hombre de una independencia inquebrantable, rechaza cualquier colaboración con un dictador, así como prestarle cualquier servicio. "Nulla est enim societas nobis cum tyrannis et potius summa distractio est."
      El dominio ejercido por la fuerza viola cualquier derecho, argumenta. La verdadera armonía en una república sólo puede producirse si el individuo, en lugar de tratar de sacar provecho personal de su puesto público, antepone los intereses de la comunidad a los privados. Sólo si la riqueza no se despilfarra en el lujo y la disipación, sino que se administra y se transforma en cultura espiritual, artística, sólo si la aristocracia renuncia a su orgullo, y la plebe, en lugar de dejarse sobornar por los demagogos y de vender el Estado a un partido, exige sus derechos naturales, sólo entonces puede restablecerse la república. Panegirista del centro, como todos los humanistas, Cicerón reclama la conciliación de las divergencias. Roma no necesita un Sila, ni un César, como tampoco a los Graco. La dictadura resulta peligrosa. E igualmente lo es la revolución.

      Mucho de lo que dice Cicerón se encuentra ya en el Estado con el que soñara Platón y se puede volver a leer en Jean-Jacques Rousseau, así como en todos los idealistas utópicos. Pero lo que eleva su testamento tan sorprendentemente por encima de su época es ese sentimiento nuevo que medio siglo antes del cristianismo se expresa aquí por vez primera: el humanitarismo. En una época de la más atroz crueldad, en la que hasta César cuando conquista una ciudad manda cortar las manos a dos mil prisioneros, en la que los mártires y las luchas de gladiadores, las crucifixiones y lapidaciones son hechos cotidianos y naturales, Cicerón es el primero y el único que alza la voz para protestar contra cualquier abuso de poder. Condena la guerra como el método de los beluarum, de las bestias, así como el militarismo y el imperialismo de su propio pueblo, la explotación de las provincias, y solicita que la anexión de otras tierras al Imperio romano sólo se haga por medio de la cultura y de las costumbres, jamás por la espada. Alza la voz contra el saqueo de ciudades y, reclamación absurda en la Roma de entonces, exige clemencia incluso para aquellos que están más desamparados frente a la ley, para los esclavos (adversus infirmus justitia esse servandum). Con mirada profética prevé la caída de Roma en la sucesión demasiado rápida de sus victorias y en sus conquistas malsanas, por ser sólo militares. Desde que con Sila la nación emprendiera guerras con el único objeto de hacerse con un botín, la justicia en el propio imperio se ha perdido. Siempre que un pueblo recurre a la violencia para arrebatarles la libertad a otros, pierde con ello, en una enigmática venganza, la fuerza portentosa de su propio aislamiento.
      Mientras las legiones, bajo el mando de jefes ambiciosos, marchan hacia Partia y Persia, hacia Germania y Britania, hacia Hispania y Macedonia, para servir al delirio efímero de un imperio, una voz solitaria eleva aquí su protesta contra ese peligroso triunfo, pues ha visto cómo a partir de la cruenta simiente de las guerras de conquista crece la cosecha aún más sangrienta de las guerras civiles. Con gravedad, este impotente defensor de la humanidad suplica a su hijo que honre la adiumenta hominum, la colaboración entre los hombres, como el ideal más elevado, el más trascendente. Al fin, el que durante demasiado tiempo ha sido maestro de retórica, abogado y político, alguien que por dinero y por la fama defiende con idéntico brío cualquier causa, sea buena o mala, el mismo que aspirara a cualquier puesto, el que pretendiera la riqueza, el honor público y el aplauso del pueblo, llega a esa clara intuición en el otoño de su vida. Justo antes del final, Marco Tulio Cicerón, hasta ahora sólo un humanista, se convierte en el primer defensor de la humanidad. [...]
Traducción de Berta Vias Mahou

STEFAN ZWEIG

Continuará...

Cicerón/5

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[...] En Roma, Cicerón se encuentra una ciudad confundida, consternada y desorientada. Desde el momento en que se produce, el asesinato de Julio César se revela como más grande que sus autores. La abigarrada camarilla de los conjurados no ha sabido hacer otra cosa que asesinar, nada más que eliminar a ese hombre superior a ellos.. Pero ahora que hay que sacar provecho de esa acción, se quedan desamparados, sin saber qué hacer. Los senadores vacilan sobre si deben aprobar o condenar el asesinato. El pueblo, hace tiempo acostumbrado a ser dirigido con mano brutal, no se atreve a opinar. Antonio y los demás amigos de César temen a los conjurados y tiemblan por su vida. Los conjurados, a su vez, tienen miedo de los amigos de César y de su venganza.
      En medio de la confusión general, Cicerón se revela como el único capaz de mostrar determinación. En otras ocasiones vacilante y temeroso, como todo hombre de espíritu y nervio, él mismo se pone, sin titubear, tras ese crimen en el que no ha participado. Erguido, pisa las baldosas aún mojadas con la sangre de César y ante el senado reunido ensalza la supresión del dictador como un triunfo de la idea republicana. "¡Ah, pueblo mío, una vez más has recuperado la libertad! -exclama-. Vosotros, Bruto y Casio, vosotros habéis llevado a cabo la acción más grande, no sólo de Roma, sino del mundo entero". Pero al mismo tiempo exige que a ese acto en sí criminal se le dé un sentido más elevado. Los conjurados deben tomar enérgicamente el poder, desierto tras la muerte de César, y utilizarlo para sin demora salvar la república, para restablecer la vieja constitución romana. Antonio debe encargarse del consulado. Y a Bruto y Casio hay que transmitirles el poder ejecutivo. Por vez primera, y para imponer para siempre la dictadura de la libertad, este hombre de leyes tiene que infringir, por un breve instante en la historia universal, la rígida ley.

      Pero ahora se demuestra la debilidad de los conjurados. Sólo eran capaces de urdir una conjura, de cometer un asesinato. Tenían únicamente la fuerza necesaria para hundir sus puñales a cinco pulgadas de profundidad en el cuerpo de un hombre indefenso. Y con ello se acabó su entereza. En lugar de hacerse con el poder y emplearlo para restablecer la república, se afanan por conseguir una amnistía a buen precio y negocian con Antonio. A los amigos de César les dan ocasión para reunirse y con ello desperdician un tiempo precioso. Cicerón, con perspicacia, reconoce el peligro. Se da cuenta de que Antonio prepara un contragolpe, que habrá de liquidar no sólo a los conjurados, sino también las ideas republicanas. Previene, lanza invectivas, instiga y pronuncia discursos, para obligar a los conjurados, para obligar al pueblo a que actúe con decisión. Pero -¡histórico error!- él mismo no lo hace. Ahora tiene todos los recursos en sus manos. El senado está dispuesto a declararse conforme. El pueblo en definitiva sólo espera a alguien que con decisión y arrojo se haga cargo de las riendas que se han escapado de las fuertes manos de César. Nadie se habría opuesto. Todos habrían respirado aliviados, si ahora él se hubiera hecho cargo del gobierno y en medio del caos hubiera puesto orden.
      El momento histórico, el momento universal de Marco Tulio Cicerón, que tan ardientemente añorara desde sus discursos catilinarios, ha llegado por fin con esos idus de marzo. Y si hubiera sabido aprovecharlos, la asignatura de Historia que todos nosotros estudiamos en la escuela habría sido bien distinta. El nombre de Cicerón no se habría transmitido en los anales de Livio y Plutarco como el de un mero escritor notable, sino como el del salvador de la república, como el verdadero genio de la libertad romana. Suya sería la gloria imperecedera de haber tenido en sus manos el poder de un dictador y de haberlo devuelto voluntariamente al pueblo.

      Pero en la Historia se repite sin cesar la tragedia del hombre de espíritu que, en el momento decisivo, incómodo en su fuero interno por la responsabilidad, rara vez se convierte en un hombre de acción. Una vez más, en el hombre de espíritu, en el creador, se renueva la misma escisión: ver mejor las necedades de su época le lleva a intervenir y en un momento de entusiasmo se lanza con pasión a la lucha política, pero, al mismo tiempo, duda sobre si se ha de responder a la violencia con violencia. Su conciencia retrocede ante la idea de practicar el terror y derramar sangre. Y esa vacilación y esa deferencia en ese momento único, que no sólo autoriza la falta de consideración, sino que incluso la exige, paraliza sus fuerzas. Tras un primer arranque de entusiasmo, Cicerón observa la situación con peligrosa clarividencia. Observa a los conjurados, a los que aún ayer ensalzaba, y ve que no son más que unos pusilánimes, que huyen de las sombras de su propio crimen. Observa al pueblo y ve que hace tiempo que ya no es el viejo populus romanus, aquel pueblo heroico con el que soñara, sino una plebe degenerada que sólo piensa en el beneficio y en la diversión, en comer y en el juego, panem et circenses, que un día recibe con júbilo a Bruto y a Casio, a los asesinos, y al siguiente a Antonio, quien clama venganza contra ellos, y al tercero a Dolabela*, que manda derribar todos los retratos de César. En esa ciudad degenerada, reconoce, nadie sirve ya con honradez a la idea de la libertad. Todos quieren únicamente el poder o su bienestar. César ha sido eliminado en vano, pues todos ellos sólo aspiran y pelean por su herencia, por su dinero, por sus legiones, por su poder.. Tan sólo buscan el provecho y la ganancia para sí mismos, y no para la única causa sagrada, la causa de Roma.
      En esas dos semanas, tras su prematuro entusiasmo, Cicerón está cada vez más cansado, se vuelve cada vez más escéptico. Nadie más que él se preocupa del restablecimiento de la república. El sentimiento nacional se ha extinguido, el interés por la libertad se ha perdido por completo. Al final siente repugnancia ante ese turbio tumulto. No puede seguir entregándose al engaño con respecto a la impotencia de sus palabras. A la vista de su fracaso, debe reconocer que su papel conciliador ha terminado, que ha sido demasiado débil o demasiado cobarde para salvar a su patria de la amenaza de la guerra civil. De modo que la abandona a su destino. A principios de abril deja Roma y -una vez más defraudado, una vez más vencido- vuelve a su libros en la solitaria villa de Pozzuoli, en el golfo de Nápoles. [...]
Traducción de Berta Vias Mahou

* Publio Cornelio Dolabela estuvo casado con Tulia, la hija de Cicerón. (N. de J. N.)

STEFAN ZWEIG

Continuará...

Cicerón/4

Author: Juan Nadie / Etiquetas:

[...] Así, Marco Tulio Cicerón, ciudadano del mundo, humanista, filósofo, pasa un verano colmado de bienes, un otoño creativo, un invierno italiano, alejado -él cree que para siempre- de los mecanismos del poder temporal, político. Apenas presta atención a las noticias y cartas que diariamente llegan de Roma, indiferente a un juego que ya no requiere su participación. Ciudadano sólo de la república invisible de las ideas y no de aquella otra, corrompida y forzada, que sin oponer resistencia se ha sometido al terror, parece curado por completo del ansia de notoriedad de los literatos. Cuando de pronto, un mediodía del mes de marzo, un emisario irrumpe en su casa, cubierto de polvo, con los pulmones machacados. Pero aún le quedan fuerzas para comunicar la noticia. Julio César, el dictador, ha sido asesinado ante el foro de Roma. Después, cae al suelo.
      Cicerón palidece. Hace unas semanas comió en la misma mesa que el magnánimo vencedor. Y aún cuando él mismo se ha mostrado tan hostil frente a ese peligroso superior, aun cuando considerara sus triunfos militares con desconfianza, en su fuero interno estaba obligado a honrar el espíritu soberano, el genio organizador y la humanidad de ese enemigo único y respetable. Pero a pesar de toda la aversión que siente hacia el vulgar argumento del asesinato cometido por el pueblo, ese hombre, Julio César, con todos sus méritos y sus obras, ¿no ha cometido la especie más detestable de homicidio, el parricidium patriae, el asesinato de la patria? ¿No fue precisamente su genio el peligro más grande para la libertad de Roma? La muerte de ese hombre puede que sea lamentable desde el punto de vista humano, pero favorece el triunfo de la más sagrada causa. Pues, ahora que César está muerto, la república puede resurgir y con ella, triunfar la idea más noble: la de la libertad.
      Así Cicerón se sobrepone de su primer sobresalto. Él no ha querido ese alevoso crimen. Tal vez ni en sus sueños más íntimos se haya atrevido siquiera a desearlo. Bruto y Casio, aunque Bruto, al sacar del pecho de César el puñal bañado en sangre, ha gritado su nombre, el de Cicerón, poniendo así como testigo de su crimen al maestro del credo republicano, al que no han informado de la conspiración. Pero ahora que el crimen se ha perpetrado de modo irrevocable, al menos hay que aprovecharlo en beneficio de la república. Cicerón reconoce que el cambio hacia la antigua libertad romana pasa por encima de ese cadáver imperial. Y su deber es mostrárselo a los demás. Un momento como éste, único, no puede desperdiciarse. Ese mismo día, Marco Tulio Cicerón deja sus libros, sus escritos y el bendito ocio del artista, la contemplación. Con el corazón palpitante, corre hacia Roma para salvar a la república, la verdadera herencia de César, tanto de sus asesinos como de sus vengadores. [...]
Traducción de Berta Vias Mahou

STEFAN ZWEIG

Continuará...

Cicerón/3

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[...] Artista de nacimiento, que sólo por error abandonó el mundo de los libros para entrar en el quebradizo mundo de la política, Marco Tulio Cicerón, conforme a su edad y sus más íntimas inclinaciones, trata de organizar su vida de manera clarividente. De Roma, la ruidosa metrópoli, se retira a Tusculum, la actual Frascati, y con ello se rodea de uno de los más hermosos paisajes de Italia. En suaves oleadas, cubiertas de oscuros bosques, las colinas inundan la campiña. Con un tono argentino, las fuentes resuenan en la retirada quietud. Al pensador creativo, tras todos esos años en el mercado, en el foro, dentro de la tienda de campaña en el frente o estando de viaje, se la abre aquí, por fin, el alma. La ciudad, atrayente y abrumadora, está lejos, como un simple humo en el horizonte, y, sin embargo, lo bastante cerca como para que los amigos vengan con frecuencia a mantener conversaciones estimulantes para el espíritu. Ático, al que le une una profunda confianza. Y el joven Bruto o el joven Casio. Una vez incluso -¡peligroso huesped!- el propio dictador, el gran Julio César.
      Pero si no acuden los amigos de Roma, en su lugar siempre hay otros, magníficos, unos compañeros que jamás defraudan, lo mismo dispuestos al silencio que a la charla. Los libros. Marco Tulio Cicerón instala en su casa de campo una fantástica biblioteca, un panal de sabiduría verdaderamente inagotable. Las obras de los sabios griegos alineadas junto a las crónicas romanas y los compendios de la ley. Con semejantes amigos de todos los tiempos y todas las lenguas, no puede sentirse solo ni una noche. La mañana la dedica al trabajo. Un esclavo instruido aguarda siempre, obediente, el dictado. Cuando le llama  a comer, su adorada hija Tulia le acorta las horas. La educación del hijo es un estímulo diario, o al menos trae consigo alguna novedad. Y además, postrera sabiduría, el sexagenario aún incurre en la locura más dulce de la vejez. Se casa con una mujer más joven que su propia hija, para disfrutar como artista de la belleza de la vida, no sólo en el mármol o en los versos, sino también en su forma más sensual y encantadora.

      De modo que parece que a sus sesenta años Marco Tulio Cicerón se ha reintegrado al fin a su verdadero ser: ya sólo filósofo y no demagogo, escritor y no maestro de retórica, dueño de su tiempo libre y no solícito servidor del aplauso del pueblo. En lugar de perorar -de hablar con énfasis- ante jueces corruptos en el mercado, prefiere fijar la esencia del arte de la oratoria en su De oratore, un modelo para todos sus imitadores. Y a la vez, en su tratado De senectute -Cato maior de senectute-, instruirse él mismo acerca de que alguien realmente sabio debe aprender que la verdadera dignidad de la vejez y de su vida es la resignación.

Las más bellas cartas, las más armoniosas, proceden de esta época de íntimo recogimiento. E incluso cuando experimenta la más perturbadora de las desgracias, la muerte de su amada hija Tulia, su arte le ayuda a alcanzar la dignidad filosófica. Escribe esas Consolationes que aún hoy, después de siglos, siguen confortando a miles de personas que conocen ese mismo destino. Sólo al exilio debe la posteridad que el gran escritor surgiera a partir del que en otro tiempo fue un activo orador. En esos tres años de tranquilidad, hace más por su obra y por su fama póstuma que en los treinta anteriores que, pródigo, sacrificó a la res publica, a los asuntos de Estado.
      Más ciudadano ya de la eterna república del espíritu que de Roma, a la que la dictadura de César ha castrado, su vida ahora parece la de un filósofo. El maestro de la justicia terrena ha aprendido por fin el amargo secreto del que al fin y al cabo acaba enterándose todo aquel que se dedica a la actividad pública. Que a la larga no se puede defender la libertad de las masas, sino únicamente la propia, la libertad interior. [...]
Traducción de Berta Vias Mahou
STEFAN ZWEIG

Continuará...

Cicerón/2

Author: Juan Nadie / Etiquetas:

[...] A un hombre de espíritu no le puede suceder nada más ventajoso que el que se le excluya de la vida pública, política. Ésta arroja al pensador, al artista, fuera de su indigna órbita, una de esas que sólo se pueden dominar recurriendo a la brutalidad o a la hipocresía, y lo reintegra a la suya propia, interior, intangible e imperecedera. Cualquier forma de exilio se convierte para un hombre de espíritu en un estímulo para el recogimiento interior. Y a Cicerón ese bendito infortunio le sobreviene en el mejor momento, en el más propicio. El gran dialéctico se acerca, paso a paso, a la vejez tras una vida que, entre tumultos y tensiones, le ha dejado poco tiempo para la síntesis creadora. ¡Cuánto y cuánta contradicción ha tenido que presenciar el sexagenario en el limitado espacio de su vida! Abriéndose camino y haciendo prevalecer su opinión gracias a la tenacidad, a la capacidad de maniobra y a su superioridad espiritual, este homus novus o advenedizo ha alcanzado todos los puestos y dignidades públicos, hasta entonces fuera del alcance de un hombre de provincias por estar celosamente reservados a la camarilla de la nobleza hereditaria. Ha experimentado lo más alto y lo más bajo de los favores públicos. Tras la caída de Catilina, ha subido triunfalmente los escalones del Capitolio, siendo coronado por el pueblo y honrado por el senado con el glorioso título de pater patriae, padre de la patria.
Y por otro lado, de la noche a la mañana, ha tenido que huir al destierro condenado por ese mismo senado y abandonado por ese mismo pueblo. No ha habido cargo en el que no se mostrara eficaz, ni rango que no alcanzara gracias a su infatigable laboriosidad. Se ha encargado de dirigir procesos en el foro. Como soldado, ha estado al mando de legiones en el campo de batalla. Como cónsul, ha administrado la república. Como procónsul, provincias enteras. Millones de sestercios han pasado por sus manos, convirtiéndose en deudas. Ha poseído la vivienda más hermosa del Palatino y la ha visto en ruinas, quemada y devastada por sus enemigos. Ha escrito tratados memorables y pronunciado discursos que han creado escuela. Ha criado hijos y los ha perdido. Ha sido valiente y débil, voluntarioso y de nuevo esclavo del elogio, muy admirado y muy odiado, un carácter inconstante, pleno de fragilidad y de esplendor. En resumen, la personalidad más atractiva y más provocadora de su tiempo, porque irremediablemente se involucró en todos los acontecimientos de esos cuarenta pletóricos años que abarcan desde Mario hasta César. Cicerón vivió y sufrió la historia de su época, la historia universal, como un testigo sin par. Sólo que no tuvo tiempo para una cosa, la más importante: para echar un vistazo a su propia vida. Jamás este hombre incansable encontró la ocasión para meditar tranquilamente y recopilar su saber, su pensamiento.
      Por fin, gracias al golpe de Estado de César, que le aparta de la res publica, de los asuntos de Estado, se le brinda la oportunidad de cuidar de modo productivo de la res privata, de los asuntos particulares, lo más importante del mundo. Resignado, Cicerón abandona el foro, el senado y el imperio a la dictadura de Julio César. Una aversión hacia todo lo público empieza a apoderarse de él. Que otros defiendan los derechos del pueblo, al que las luchas de gladiadores y los juegos le importan más que su propia libertad. Para él ya sólo cuenta una cosa: buscar, encontrar y configurar la suya propia, la libertad interior. Así, Marco Tulio Cicerón, por primera vez en sesenta años, vuelve la mirada a sí mismo, reflexionando tranquilamente, con la intención de demostrar al mundo para qué ha actuado y para qué ha vivido. [...]
Taducción de Berta Vias Mahou

STEFAN ZWEIG

Continuará...